jueves, 27 de febrero de 2014

Castillos de Lanzarote: San Gabriel

por Agustín Pallarés Padilla


Este castillo nació como consecuencia del ataque a la isla perpetrado por el pirata argelino Dogalí en 1571. A raíz de este aciago suceso fue enviado a Lanzarote por la Real Audiencia de Canarias el arquitecto militar Gaspar de Salcedo con objeto de planificar un fuerte que defendiera el Puerto del Arrecife, que era cómo se llamaba entonces a la actual capital de la isla. 

La nueva fortaleza se construyó entre 1572 y 1576 sobre la parte más elevada del islote entonces llamado de Fuera, que a partir de ese momento cambió su denominación por la de El Islote del Castillo. En esta primera fase la fortaleza se redujo a un edificio de planta cuadrada de poco más de 11 m de lado, con un baluarte en cada esquina de los denominados en punta de diamante. Su estructura exterior se hizo a base de mampostería y cantos labrados, con la plaza de armas o azotea rodeada de un muro o parapeto muy bajo, de apenas tres pies de altura, en tanto que la distribución interior de los diferentes compartimentos era de madera. El acceso a la fortaleza desde tierra firme se efectuaba en aquellos primeros años tomando en primer término el muellito que la enlazaba con el Islote de Tierra, que era el que sirve de apoyo en la actualidad al Puente de las Bolas, en tanto que la distancia de unos 100 m que hay entre este islotillo y el del castillo, había que salvarla a pie cuando aquel tramo quedaba en seco por la bajada de las mareas, o valiéndose de un bote cuando las aguas lo cubrían.

En 1586 se produce la invasión del pirata argelino Morato Arráez. Si bien el desembarco de las tropas la realizó por Los Ancones, a unos 9 Km al N de Arrecife, pocas horas después Morato ocupó el referido puerto, apoderándose fácilmente de su fortaleza. Durante el asalto a que fue sometido este enclave marítimo los atacantes mataron a un artillero y capturaron a otras once personas que se hallaban en el interior del castillo, sometiendo a continuación el edificio al fuego hasta calcinar todas sus estructuras interiores de madera.

En su visita a la isla en 1591 Torriani describe al castillo y deja instrucciones escritas para su reconstrucción y mejora, tal como puede verse en su citada obra. Pero lo cierto es que estos proyectos del ingeniero italiano no se llevaron nunca a efecto, continuando la fortaleza fuera de servicio, en estado ruinoso, hasta 1666, año en el que fue reconstruido el castillo, practicándosele una amplia y profunda reforma que lo dejó en condiciones normales de operatividad. Consistieron dichas obras en construir las paredes de distribución de las habitaciones de obra de fábrica, en tanto que los techos se hicieron en bóveda a base de cantos labrados al efecto. También se elevaron las cortinas o paredes exteriores aumentando con ello la altura de los parapetos, se enlosó la plataforma o azotea, se construyó una escalera interior para subir a la misma y se dotó de un aljibe, una mazmorra y unas garitas. Fue, por cierto, a partir de este año cuando se comenzó a denominar a la fortaleza, que hasta entonces había sido conocida como el Castillo del Arrecife, con el nombre de San Gabriel, según se cree en honor de don Gabriel Lasso de la Vega, Capitán General de las islas en aquellas fechas, bajo cuya égida se llevó a efecto la reconstrucción.

Setenta y seis años después, en 1742, fue sometido de nuevo el castillo a importantes obras de reforma que modificaron sustancialmente su fisonomía exterior, pues se le unieron los baluartes de las esquinas con un grueso muro corrido, rellenándose con escombros y arena el corredor que había quedado entre ambas paredes, con lo que el edificio adquirió mayor volumen y la superficie de la plaza de armas o azotea quedó notablemente ampliada, obras que fueron proyectadas y dirigidas por el ingeniero Antonio Riviere.

La primera acción militar importante en que el castillo se vio involucrado después de esta reforma fue en 1762. En ese año dos buques corsarios ingleses de alto bordo, el Lord Anson y el Hawke, atacaron el Puerto del Arrecife echando en tierra unos cien hombres. El castillo fue silenciado con las primeras andanadas de los cañones de las poderosas naves. No obstante éste logró poner al poco su artillería en servicio acosando a los marinos ingleses apenas desembarcados, pero de nuevo la superioridad cañonera de los buques corsarios dejó fuera de operatividad al castillo. Luego, al intentar desembarcar el comandante del Lord Anson por sus proximidades en una chalupa, fue muerto por un disparo de fusil hecho desde tierra por el teniente coronel Carlos Monfort, que se había ocultado detrás de una peña próxima al castillo, lo que provocó la retirada definitiva de los corsarios. Cuenta a este respecto el historiador canario José Agustín Ávarez Rijo como hecho anecdótico que el hijo de aquél, Mateo Monfort, administrador de tabacos de la isla, guardaba con orgullo, como una reliquia, el fusil con el que el padre había logrado tal proeza.

En 1810 se vio esta fortaleza implicada en la llamada ‘Guerra Chiquita’, que consistió en un amotinamiento popular que intentó impedir la toma de posesión del coronel Bartolomé Lorenzo Guerra como gobernador de la isla en sustitución del que ocupaba el puesto interinamente el capitán José Feo de Armas al haber sido nombrado el primero para el cargo por la Junta Central del Reino creada durante la Guerra de la Independencia. Durante esta sonada revuelta social un cañonazo disparado desde este castillo, en el que se había refugiado Lorenzo Guerra, mató a uno de los insurgentes.

A finales de ese siglo, concretamente el 27 de febrero de 1895, fue declarado por real orden inútil el castillo en su función militar, dados los avances conseguidos por estas fechas en el campo de la artillería que lo hacían prácticamente ineficaz para tal cometido.En 1972 se inaugura este castillo como museo arqueológico previa compra al Ejército por el Ayuntamiento de Arrecife. Un año después se realizan en el edificio varias modificaciones con vistas a ampliar su capacidad interior, tales como el vaciado del relleno de escombros que se le había puesto entre las paredes exteriores primitivas y el muro corrido que se le hizo en 1742 por fuera de aquéllas. Como consecuencia de ello hubo que enlosarle la azotea, acondicionándosele además la explanada exterior delantera.


Últimamente, hace apenas un par de años, fue sometido el edificio a determinadas reformas de nuevo, cometiéndose, al igual que había ocurrido con el castillo de Guanapay en 1981, errores estéticos garrafales, al menos en lo que a las terrazas que lo circundan se refiere, ya que han sido cubiertas con baldosas modernas de superficie lustrosa que nada tienen que ver con las toscas baldosas propias de las pasadas épocas de funcionalidad militar del castillo, siendo además dotadas de pasamanos de acero inoxidable, material asimismo desconocido en aquellos pretéritos tiempos, sin que nadie, ni ninguna entidad oficial haya opuesto el menor reparo.

En cuanto concierne a la construcción de su anexo el Puente de las Bolas, hay que decir antes de nada que en absoluto intervino en la misma Leonardo Torriani como empecinadamente se ha venido sosteniendo hasta ahora, ignorándose quién o quiénes lo hicieron. No obstante, dada la fecha en que se construyó, en los mismos años que el castillo de San José, o sea la década de los setenta del siglo XVIII, parece de lógica elemental suponer que lo fueran algunos o alguno de los técnicos que construyeron este último fuerte.Con anterioridad el puente consistía en unos simples tablones sueltos tendidos sobre el paso abierto en el camino o adarve que aún enlaza tierra firme con el puente actual, que podían por lo tanto quitarse a voluntad para permitir el paso de las embarcaciones arboladas que tenían que pasar al Charco de Juan Rejón o viceversa.

domingo, 9 de febrero de 2014

¿Cómo destruir la historia de Canarias?: elitismo y disneyficación»

por Álvaro Santana Acuña

¿Quién construyó Tebas, la de las siete puertas?
En los libros constan los nombres de reyes.
¿Llevaron los reyes los bloques de piedra a cuestas?
(Bertolt Brecht, 1935)

Canarias y su historia van camino de convertirse, si nadie lo evita, en un parque temático. En el futuro los canarios visitaremos los monumentos heredados del pasado como quien en Disneyland se pasea por un reino postizo y especioso de cartón piedra. La creciente «Disneyficación» de nuestro pasado y entorno cotidiano está íntimamente conectada con la manera despersonalizada, incoherente y elitista en que entendemos y custodiamos el patrimonio histórico. Para una gran parte de la opinión pública e instituciones políticas, sólo han de ser protegidos los monumentos más famosos y singulares (palacios, iglesias, conventos, casas solariegas, etc.), lo que además facilita su explotación como lucrativas atracciones turístico-culturales. Aunque no cuestiono su grado de protección y valor histórico, estos monumentos representan exclusivamente a una minoría; mientras continúa la ignominia y desaparición de los más representativos (la casa terrera urbana, la vivienda unifamiliar rural, etc.). En efecto; quien haya visitado un parque temático de Disney habrá recorrido, por ejemplo, el lujoso palacio de la Bella Durmiente. Pero nunca habrá explorado el interior de las humildes casas de los campesinos del reino. Sencillamente porque no existen.

De modo similar, la «Disneyficación» del pasado canario amenaza con confundir la historia de ciudades, pueblos, yacimientos arqueológicos y espacios naturales con la historia de una minoría dueña de suntuosos palacios e iglesias. Los monumentos de esa minoría constituirán los únicos reclamos turísticos de un parque temático de islas de cartón piedra, flotando en un océano gobernado por las mareas de un desarrollismo trasnochado y elitista. En realidad, este desarrollismo (que dice buscar la conservación de nuestro pasado) protege obstinadamente el palacio de la Bella Durmiente, mientras destruye sistemáticamente las casas de los campesinos del reino y en su lugar construye una autopista, aparcamientos y varios restaurantes para facilitar a los turistas canarios y foráneos la cómoda visita del palacio y el resto del parque temático.

Mi diagnóstico, quizás, le parezca al lector exagerado e incluso caricaturesco. Sin embargo, los casos que refiero a continuación evidencian (1) que la protección del patrimonio histórico canario está gobernada por una concepción profundamente elitista de nuestro pasado y (2) que las instituciones políticas (tanto a escala regional como insular y local) encargadas de la conservación y defensa patrimonial se han convertido, deliberada o accidentalmente, en el brazo ejecutor de esa concepción elitista que va camino de transformar el patrimonio regional en un parque temático de cuento de hadas.

Comencemos por un caso desafortunado. En 2006, un incendio destruyó la Casa Salazar en La Laguna, sede del Obispado de Tenerife. El transcurrir lánguido e inexorable del tiempo acomodó en el seno de la opinión pública la tesis del «desgraciado accidente». Por lo tanto, no ha de sorprendernos que al día de hoy el casco histórico de La Laguna, declarado por la UNESCO Bien Cultural-Patrimonio de la Humanidad hace ya más de once años, continúe careciendo de un plan específicamente diseñado para la prevención, detección y extinción de incendios. Como expliqué con mayor detalle a raíz del incendio, esta carencia resulta aún más alarmante dado que el Ayuntamiento prosigue, impasible, su proyecto de peatonalización del centro histórico, mientras que más del 80 por ciento de las edificaciones que lo componen no disponen de las más mínimas medidas anti-incendios. Los adoquines no se queman, las casas sí.

Como es de sobra conocido, la legislación vigente obliga a hoteles, residencias y museos a contar con eficaces sistemas contraincendios. Pese a su alto valor histórico-artístico, la experiencia de otros desafortunados incendios en La Laguna y en el Archipiélago y, sobre todo, el conocimiento de cuán inflamables son los materiales de las edificaciones históricas canarias, la Casa Salazar carecía, insisto, de un sistema autónomo de extinción con aspersores de agua, como el que tiene una moderna biblioteca o un archivo histórico. La actual inacción institucional y mayoritaria dejadez ciudadana permiten que incendios de estas características puedan repetirse tanto en La Laguna como en cualquier otra isla.

Sin embargo, el incendio afectó a un inmueble protegido por la concepción elitista del patrimonio, lo cual suscitó – aunque tímida y esporádicamente – serias dudas sobre la calidad de la protección del patrimonio regional. Al contrario de lo que las instituciones políticas nos hacen creer, por activa y por pasiva, el gran problema a afrontar no es la falta de fondos económicos, sino la pervivencia de esa concepción elitista de la historia canaria, lo que se traduce en la conservación prioritaria del patrimonio más célebre y monumental. Así, en las ciudades históricas de Canarias, se continúa preservando, celebrando y, cuando se queman, llorando los grandes y singulares monumentos, mientras que la casa terrera urbana (es decir, el tipo de vivienda más representativa) es víctima de la desidia ciudadana y el genocidio institucional. En vez de diseñar soluciones creativas para convivir armónicamente con nuestro patrimonio, se destruye todo aquél que parece insignificante debido a su aparente falta de monumentalidad y valor histórico.


Se pregona que con mantener las fachadas de las casas antiguas preservamos su historia. Este «lifting» del pasado es un error fatal. En primer lugar, porque no existe una política patrimonial que verdaderamente proteja la armonía arquitectónica y urbanística de los conjuntos históricos, sino sólo los monumentos singulares. Y, en segundo lugar, porque la organización del espacio dentro de las viviendas no es eterna. Por ejemplo, no es igual la manera de disponer las habitaciones en una casa del siglo XVI, que en una del siglo XIX o en una de 2011. Esta organización tampoco es igual dentro de una casa terrera que lo era en el interior de la Casa Salazar. Y aunque esto parezca evidente, en los cascos más históricos de Canarias (los que han de dar el mejor ejemplo) sigue reinando despóticamente la política de mantener las fachadas de los edificios que no son grandes monumentos y derribar sus espacios interiores o, simplemente, demolerlos en su totalidad. Ahora bien, ¿qué se gana con mantener una fachada del siglo XVIII que esconde un interior del siglo XXI? Una ciudad a la Disneyland. Esta falsificación del patrimonio que impone la concepción elitista supone, en realidad (queramos admitirlo o no), destruir la historia del Archipiélago. Porque, al fin y al cabo, qué tipo de historia preservamos en nuestras calles para transmitir a las futuras generaciones y mostrar a los turistas que nos visitan: ¿la de la mayoría de la población o la de una poderosa minoría?

Si trasladamos el análisis de las ciudades al campo, la situación se torna aún más desesperada. En las llanuras de Lanzarote y Fuerteventura, los valles y terrazas de La Gomera y El Hierro y en las medianías de Gran Canaria, Tenerife y La Palma, la arquitectura rural tradicional agoniza. Aquí también la concepción elitista reina despóticamente. Impone la conservación y protección de las grandes casonas, mientras que las viviendas más pequeñas (que nos enseñan una simbiosis única en el mundo entre el ser humano y una naturaleza extinta de Europa hace millones de años, como la laurisilva) desaparecen una tras otra como afectadas por una peste. Con el desagraciado añadido del turismo rural, que en los últimos años ha desatado la moda homicida de adaptar casas rurales a las comodidades de un hotel del siglo XXI en medio del monte.

El elitismo afecta también al patrimonio menos visible: los documentos históricos. No me refiero a la situación (muy positiva, dicho sea de paso, tras años de penuria) de los archivos provinciales y diocesanos de Santa Cruz de Tenerife y Las Palmas de Gran Canaria, ni los municipales como el de La Laguna. Por el contrario, me refiero al deplorable estado de los archivos históricos de pequeños municipios, instituciones culturales, empresas privadas y familias. Y a cuya salvación y protección los profesionales de los archivos arriba citados y un puñado de historiadores heroicos han dedicado cientos de horas anónimas desinteresadamente, las cuales ni han sido remuneradas por las instituciones políticas, ni tampoco agradecidas públicamente por los medios de comunicación y la sociedad canaria.

Quizás, la circunstancia más paradójica sea el surgimiento de un discurso nacionalista en las últimas décadas, mientras, que a lo largo y ancho del Archipiélago, los yacimientos arqueológicos de nuestros proclamados antepasados son continuamente expoliados. ¿Por qué? Porque, de nuevo, sólo se protegen determinados yacimientos: los más singulares. El caso más reciente es el de la Cueva Pintada de Gáldar. Tras ser reabierta al público después de años de abandono social y desidia institucional, la Cueva ha sido bautizada como la «Capilla Sixtina» de Canarias. Sin embargo, uno de los yacimientos al aire libre de grabados rupestres más importantes de España y Europa, El Julan en El Hierro, es repetidamente expoliado pese a la denuncia de numerosos herreños que se topan con la sordera institucional.


No acaba aquí el problema del elitismo. Para quienes lo desconozcan, la Cueva Pintada de Gáldar era parte de un sofisticado hábitat protourbano, y no un centro público de ocio de los aborígenes. La Cueva pudo servir de vivienda a poderosos miembros de la nobleza aborigen y/o como santuario sagrado. De hecho, como es bien conocido, Gáldar fue la sede de los Guanartemes y su corte. Al igual que la visita de la Capilla Sixtina en Roma estuvo exclusivamente reservada durante siglos al Papa, la curia vaticana e ilustres personalidades, la contemplación de los motivos geométricos parietales de la «Capilla Sixtina canaria» hubo de limitarse a una reducida elite aborigen. Por lo tanto, ¿cómo hoy puede considerarse a la Cueva Pintada un símbolo de identidad de todos los canarios cuando no lo fue para los de la prehistoria?

Concluiré con otros dos casos que revelan el modo contradictorio e inmaduro en que es tratado nuestro patrimonio. Hace casi ochenta años fue demolido el Castillo de San Cristóbal en Santa Cruz de Tenerife. El Castillo ocupaba gran parte del espacio que hoy es conocido como la Plaza de España. Se decidió demolerlo porque era un adefesio ciclópeo que asfixiaba el desarrollo urbanístico y el progreso de Santa Cruz. Pero el siglo XXI nos ha devuelto al muerto. Removiendo en su tumba en 2006, las obras de reforma de la Plaza de España descubrieron accidentalmente parte de los cimientos del Castillo. La inmediata reacción político-institucional fue congratularse de haber encontrado restos del muerto y además pedir su incorporación necrófila al proyecto de reforma de la Plaza. He aquí como el adefesio ciclópeo pasó ochenta años más tarde a convertirse en necrofilia político-artística: la celebración gloriosa de nuestro pasado en ruinas.

Hoy, con los mismos argumentos empleados para legitimar la desaparición del Castillo de San Cristóbal, se aplaude la decisión de demoler (parcialmente) otro «adefesio» urbanístico de Santa Cruz: la Plaza de toros. Brevemente, se trata de un ejemplo muy importante de la arquitectura historicista canaria de inicios del siglo XX. Además, es el único coso taurino que queda en el Archipiélago. Su ocaso significará el triunfo del desarrollismo urbanístico que no sabe, ni quiere convivir armónicamente con el pasado, sino sólo destruirlo.

El aplaudido apuntillamiento de la Plaza de toros constituye otra muestra evidente de elitismo patrimonial. En efecto, se continúa solicitando la rehabilitación de la logia masónica de Santa Cruz. La logia, que fue construida también a inicios del siglo XX, funcionó como un centro de reunión privada y exclusiva de los masones. Dicho de otro modo. Su importancia histórica e impacto en la vida cotidiana de la ciudad ha sido mucho menor que el de la Plaza de toros. Esto no significa que la logia no deba ser rehabilitada con urgencia. Al contrario, mi objetivo es preguntar qué valor tiene para Santa Cruz y Canarias la Plaza de toros; un edificio abierto al público y por cuyas gradas pasaron varias generaciones de ciudadanos y que, hasta los años ochenta del siglo XX, fue el centro neurálgico de los actos del Carnaval. ¿Será posible que el elitismo y la «Disneyficación» nos hagan estar tan ciegos y ser tan desagradecidos con nuestra historia y patrimonio?

Hasta que los canarios de a pie no entiendan que la conservación de un suntuoso palacio o una mansión señorial es igual de importante que la protección de las casas más pequeñas y menos monumentales que conforman la mayoría absoluta en los cascos históricos canarios y también en el medio rural, su patrimonio les seguirá siendo extranjero a ellos mismos; como si no les perteneciera. De la sociedad canaria depende, por tanto, acabar con el analfabetismo respecto a su historia favorecido desde las instituciones políticas por la concepción elitista que gobierna la preservación del patrimonio. La alternativa que defiendo consiste en apreciar y salvaguardar juiciosamente el patrimonio como una muestra representativa de nuestro pasado, convivir con él en armonía, enriquecerlo con nuestras propias aportaciones y transmitirlo con orgullo al futuro. La otra alternativa, un tumor cancerígeno por extirpar que le ha salido al Archipiélago, se resume en permitir a las instituciones políticas que prosigan con su elitista protección del patrimonio. Así, el tumor se transformará, finalmente, en el ansiado parque temático: Disneycanarioland.

Álvaro Santana es Historiador y Sociólogo. Universidad de Harvard.