domingo, 24 de noviembre de 2013

Un viaje a la escuela de otros tiempos

por Melchor Padilla

A José Santos Puerto, que fue profesor de Teoría e Historia de la Educación de la Facultad de Educación de la ULL y uno de los promotores de este museo, in memoriam.



Si, como piensan algunos, nuestra patria verdadera está en la infancia, entrar en este recinto es como volver del exilio al que nos ha obligado el paso del tiempo. En el edificio principal del campus central de la Universidad de La Laguna, se encuentra el Museo de la Educación de la ULL. Allí, en un espacio demasiado reducido para la gran cantidad de objetos que exhibe, podemos contemplar los muebles, objetos, libros, juegos, juguetes, colorines que en otros tiempos formaron parte del ambiente cotidiano de muchas generaciones de niños canarios.

En primer lugar nos llama la atención la minuciosa reconstrucción de dos aulas que corresponden a dos momentos de la historia de nuestra educación. La primera es una escuela de los años cincuenta y sesenta. Sobre una tarima la mesa del maestro con globo terráqueo, a su lado un sorprendente mapa de África de antes de la descolonización y, alineados delante de aquella, los pupitres dobles de madera oscura con los pizarrines que en aquellos tiempos de autarquía y escasez sustituían al escaso y caro papel. Vemos en algún pupitre el tintero y la pluma con los que se enseñaba entonces el arte de escribir bien, la caligrafía.

En una estantería nos encontramos los cacharros para preparar la leche en polvo americana, proveniente del Plan Marshall, que se repartía a los niños y las niñas de la época para completar su deficiente alimentación. También unas botellas de vino dulce Sansón, que se suministraba -también en las casas- a las criaturas, pues se creía que “daba sangre”. En otros armarios aparecen proyectores, gramófonos y otros medios didácticos de aquellos años. En la pared, cerca de una lámina que servía para explicar Historia Sagrada, la permanente presencia del crucifijo y, cómo no, del retrato de Franco.

El otro espacio está dedicado a la escuela de los años setenta. Los pupitres de madera han desaparecido y podemos ver los de tubo de hierro y contrachapado que se utilizaban en aquellos años. Aparecen también las nuevas aplicaciones audiovisuales, que comenzaron a utilizarse de forma masiva en las escuelas de entonces: proyectores de cine, de diapositivas y los primeros aparatos de vídeo. Queremos destacar, asimismo, la presencia de las multicopistas, algunas muy antiguas, que son un auténtico símbolo del auge de los movimientos de renovación pedagógica de esos tiempos.

El museo también cuenta entre sus fondos con una interesante colección de fotografías, relacionadas con la vida escolar y la profesión docente, donada por centros y particulares.
Por último, en el centro de la sala y separando estos dos espacios, podemos ver un escudo de una escuela nacional mixta del Ministerio de la Instrucción Pública de la II República, un título de maestro de aquella época y una bandera republicana, como permanente homenaje al mayor y más logrado esfuerzo a favor de la enseñanza pública, truncado por la guerra civil y la dictadura franquista.

Este museo tiene sus orígenes en el trabajo incansable de un grupo de profesores de la Facultad de Educación de nuestra universidad: Ana Vega, José Santos y Luis Feliciano que, desde 1998, se empeñaron en crear un espacio en torno al cual se pudieran llevar a cabo los objetivos de recuperar y conservar aquellos materiales y documentos relacionados con el pasado educativo canario, mantener la memoria de las instituciones y personas relacionadas con el desarrollo de la educación, apoyar la investigación sobre el pasado de nuestra educación y promover foros de debate interdisciplinares, reuniones científicas, exposiciones y congresos sobre la educación en las islas.

Nos cuenta la profesora Vega que, para conseguir los muebles y objetos que iban a constituir el museo, iniciaron desde el principio una búsqueda sistemática por todas las instituciones escolares de la isla y fuera de ella, de aquellos materiales antiguos que los centros todavía conservaban. Trabajo difícil, pues no era raro llegar a un colegio y que les dijeran que todo el material que se consideraba obsoleto había sido tirado hacía poco tiempo.

Aunque el proyecto inicial del museo contaba con poder utilizar un espacio de unos 120 metros cuadrados divididos en distintos espacios como sala de exposiciones, seminario de trabajo e investigación y almacén, apenas cuenta en la actualidad con una sala única de unos sesenta metros cuadrados a todas luces insuficiente y cuya existencia depende del previsto traslado del rectorado al edificio del campus central, donde se encuentra en la actualidad el museo. Debemos hacer constar que para el funcionamiento del museo solo se cuenta con una pequeña subvención del Vicerrectorado de Extensión Universitaria, por lo que sería deseable que las autoridades regionales, insulares o municipales se preocuparan por apoyar esta interesante iniciativa, pues en la actualidad sigue funcionando gracias al trabajo voluntario de un grupo de profesores y de alumnos becarios. Estos últimos se encargan del cuidado y la vigilancia del local en las horas en que se abre al público y de coordinar las cada vez más frecuentes visitas de escolares, todo ello como parte de sus actividades prácticas convalidables por créditos de libre elección.


Otra interesante actividad del museo es su presencia en la red a través de una página web que quiere convertirse en un espacio museístico virtual, así como la creación de un perfil en Facebook.
No queremos terminar sin hacer un doble llamamiento. Por una parte a las autoridades competentes para que apoyen esta labor que sobrevive -como ocurre tantas veces en educación- gracias al voluntarismo de los profesores y a la entusiasta colaboración del alumnado. Por otra, a los particulares, sobre todo relacionados con la tarea educativa, que posean algún tipo de material suceptible de ser dado a conocer. No duden en ponerse en contacto con los responsables de esta importante iniciativa.

Nuestra memoria histórica lo agradecerá.

sábado, 9 de noviembre de 2013

Castillos de Lanzarote: Guanapay

por Agustín Pallarés Padilla


El castillo de Guanapay, también llamado de Santa Bárbara, se alza, como es bien sabido, en lo alto del volcán de ese nombre en el municipio de Teguise. Fue el antecedente de esta fortaleza una simple torre cuadrada, que es la que aún puede verse sobresaliendo en medio del edificio actual, torre que fue hecha construir en las primeras décadas del siglo XVI por Sancho de Herrera, quien heredó el señorío de Lanzarote en 1503 a la muerte de su madre Inés Peraza, la señora propietaria.
La finalidad de esta torre fue la de servir de puesto de vigía con que prevenir cualquier desembarco furtivo y servir al mismo tiempo de refugio elemental al señor de la isla y sus deudos más allegados en casos de emergencia.

Unos años después de 1551 en que fue atacada la isla por el corsario francés François le Clerc, más conocido por ‘Jambe de Bois’ (Pata de Palo), el señor de la isla entonces, Agustín de Herrera y Rojas, nieto del anterior, vista la escasa eficacia de la torre como refugio para la gente, la rodeó de un cuerpo exterior consistente en una gruesa muralla romboidal, adosados a la cual por el interior se acondicionaron diversos aposentos con techo corrido que hacía de plataforma o plaza de armas, quedando así convertida la primitiva torre en una fortaleza que ofrecía mucha más seguridad como lugar de refugio, si bien aún insuficiente, dependiendo naturalmente su eficacia de la magnitud de las fuerzas invasoras.

En 1569, durante el ataque a la isla del pirata berberisco Calafat, y a pesar de las deficiencias de que aún adolecía después de las ampliaciones que se acaban de explicar, pudo el castillo cumplir al menos con su función protectora para parte de la población pese al considerable número de atacantes desembarcados, que ascendía a unos seiscientos hombres.

Apenas dos años más tarde, en 1571 por lo tanto, con ocasión de la irrupción del pirata Dogalí, de igual procedencia que el anterior, más conocido bajo el cognomento de ‘El Turquillo’, pudo el conde don Agustín refugiarse de nuevo con sus milicias y lo más granado de la sociedad lanzaroteña en el castillo, si bien le fue imposible impedir que los invasores camparan a sus anchas por la isla cometiendo toda clase de atropellos y expolios, logrando esclavizar a un centenar de lanzaroteños.

Esta racha de ataques piráticos sufridos por Lanzarote en la mitad postrera del siglo XVI alcanzó su máxima expresión en 1586. Fue, efectivamente, en este año cuando se produjo el sonado desembarco del célebre pirata argelino Morato Arráez, quien con su poderosa tropa de más de mil hombres trasportados en siete galeras, después de rendir la fortaleza de Arrecife y saquear la capital Teguise puso sitio al castillo, en el que se hallaban refugiadas unas quinientas personas. No obstante, pese a su manifiesta inferioridad numérica, las tropas isleñas pudieron repeler en primera instancia los furibundos ataques de que fueron objeto por parte de los piratas, produciéndose bajas por ambos bandos. Entre las de los insulares se contó, entre las más relevantes, la del propio alcalde de la fortaleza, Pedro de Cabrera Leme.

Durante el agobiante sitio a que fue sometido el castillo en esta ocasión cabe resaltar la valentía y arrojo de que hicieron gala dos jóvenes moriscas llamadas Ana Cabrera y Juana Pérez, ya que al lograr los atacantes prender fuego a la puerta de entrada del castillo jugaron estas dos mujeres un destacado protagonismo al lograr apagar el fuego y tapar el hueco de la puerta con cascotes de unas garitas del castillo que pudieron desmantelar.

Finalmente, comprendiendo el conde que les iba a ser imposible evitar la toma del castillo por los asaltantes, decidió abandonarlo, y aprovechando la oscuridad de la noche durante un descuido de los sitiadores, huyeron todos en busca de un mejor refugio, corriendo cuantos pudieron en demanda sobre todo de la famosa Cueva de los Verdes, el más inexpugnables de los baluartes naturales de la isla.

Una vez tomado el castillo por los argelinos lo sometieron al fuego y a la destrucción por cuantos medios pudieron, dejándolo prácticamente inservible. Pasados dos años de esta terrible intervención pirática, o sea en 1588, el célebre genealogista sevillano Gonzalo Argote de Molina, residente a la sazón en Lanzarote por haberse casado unos pocos días antes del ataque de Morato Arráez con una hija del conde, y ausente su suegro de la isla en aquellos momentos, emprendió por indicación del Capitán General de Canarias Luis de la Cueva y Benavides, cumpliendo éste a su vez órdenes del monarca Felipe II, la reparación de los desperfectos sufridos por la fortaleza a manos de los piratas.

Cuando en 1591 el presupuesto prevenido por Argote de Molina para dichas obras se hallaba gastado en más de la mitad llegó a la isla el Capitán General de Canarias trayendo consigo al ingeniero italiano Leonardo Torriani, que se encontraba al servicio de la corona, quien fue puesto por aquella máxima autoridad archipelágica al frente de la parte de las obras que quedaban por ejecutar según el remanente del presupuesto ofrecido por Argote, si bien, y esto hay que tenerlo bien presente para deshacer entuertos historiográficos, ajustándose estrictamente a los planos y proyectos de construcción que habían sido dispuestos previamente por el Capitán General, es decir, que en absoluto se llevaron a efecto, como algunos han venido dando por hecho hasta ahora, las directrices y recomendaciones que el técnico italiano expone en su conocida obra Descripción e historia del reino de las Islas Canarias.

Existe a este respecto un documento clave que demuestra lo que acabo de decir. Se trata de una carta de pago otorgada por Argote de Molina en la que se dice, hablando del dinero a invertir en los trabajos de reparación del castillo, que “se han gastado y distribuido en la dicha obra guardando las órdenes y trazas –entiéndase ‘trazados’ y ‘planos’– que su señoría del señor Presidente dejó al dicho Leonardo Torriani para la fábrica del dicho castillo”.

No se sabe cuál fue la magnitud de esas obras, pero por lo que se puede colegir de la subsiguiente historia del castillo no pudieron ser muy importantes, y debieron circunscribirse a reparar sólo parte de los desperfectos que Morato Arráez había ocasionado en su intervención en la isla. Prueba de que no se repararon todos los daños hechos a la fábrica del edificio entonces es que en 27 de mayo de 1606 expidió Felipe II una real cédula conminando a los señores de Lanzarote a reparar los castillos de la isla dado el estado de indefensión en que los había dejado Morato Arráez en 1586.
Casi medio siglo más tarde, en 1654, el entonces Capitán General de Canarias Alonso Dávila y Guzmán hace reparar la plataforma y los alojamientos del castillo, amén de construir el puente levadizo con la meseta escalonada que sirve de apoyo al mismo, obras que realizó el oficial de cantero Antonio Pacheco. Hasta entonces la puerta de entrada, abierta a una altura de casi cuatro metros del suelo exterior, se alcanzaba mediante una simple escalera de mano.

Dos años después, en 1556, el mismo operario Antonio Pacheco, por encargo del Sargento Mayor Ambrosio de Ribera, atendiendo esta máxima autoridad militar de la isla órdenes recibidas de la superioridad, añade a la fortaleza los dos baluartes en punta de los ángulos laterales del edificio.
En 1687 se llevaron también a cabo unas importantes reformas. En ese año contrata el señor de la isla, Juan Francisco Duque de Estrada, a un maestro albañil, del que se sabe que se llamaba Juan Luis, para realizar dichas obras, que se terminaron unos pocos años después. Consistieron las mismas en el enlosado de la plaza de armas y la remodelación de las habitaciones ya existentes, así como la construcción de otras nuevas, dotándolas a todas de techo abovedado y piso enlosado.
Así, con alguna que otra modificación o mejora de menor cuantía, se mantuvo el castillo muchos años.

Más de dos siglos después, en 1899, fue habilitado como palomar militar, función que cumplió hasta 1913. El sargento del destacamento de soldados que lo custodiaba, Federico Ferreira, era, por cierto, abuelo del conocido independentista canario contemporáneo Antonio Cubillo Ferreira.

En 1981 sufrió un serio revés la estética del fuerte en lo que a la disposición de su interior respecta al realizarse unas desafortunadas obras por un ingeniero dependiente de la Dirección General de Bellas Artes que supusieron un lamentable cambio en el aspecto secular del castillo al introducirse modificaciones que nada tenían que ver con la disposición interior tradicional del edificio. Menos mal que las malhadadas innovaciones fueron corregidas años después devolviéndolo, más o menos, a su conocido estado primitivo, aplacándose con ello el malestar que su ejecución había causado en la opinión pública.

En 1990, una vez rectificados los desacertados cambios introducidos en 1981, recuperándose con ello los techos abovedados y demás características arquitectónicas que el edificio tenía antes interiormente, se acondiciona e inaugura el castillo como Museo del Emigrante, proyecto en el que han tenido mucho que ver Chani de la Hoz y el investigador teguiseño Francisco Hernández Delgado. El Museo del Emigrante que albergaba fue trasladado al Archivo Histórico en La Villa de Teguise y se instaló en su lugar el Museo de la Piratería en 2011.

NOTA: Pueden leer otros artículos del autor en su blog Prehistoria, Historia y Toponimia de Lanzarote

Nuestra amiga Margarita Gallardo nos envía unas imágenes del castillo obtenidas por ella que incorporamos. ¡Gracias, amiga!