lunes, 27 de mayo de 2013

La Laguna ilustrada

por Melchor Padilla


Al final del camino de las Peras de La Laguna y justo detrás de la fuente que proporciona agua a los muchos ciudadanos que hacen ejercicio en los laterales de esa vía, encontramos un muro de planta quebrada en el que se apoya un banco de piedra. Es lo que queda de una antigua estructura destinada al descanso de los viandantes que ocupaba de manera simétrica ambos lados del camino e, incluso, lo cerraba en el centro. En la época de su edificación era conocido con el nombre de Canapé Grande o Gran Canapé y su presencia nos sirve para recordar uno de los momentos de mayor brillo intelectual de la ciudad de Aguere.

En el siglo XVIII imperaban en el mundo occidental las ideas de la Ilustración, cuyo pensamiento se basaba en el espíritu crítico, la fe en la razón, confianza en la ciencia y un gran afán didáctico. Los ilustrados, que eran una minoría culta formada por nobles, funcionarios, burgueses y clérigos, se interesaron fundamentalmente por la reforma y reactivación de la economía a través del desarrollo de las ciencias útiles y la mejora del sistema educativo, la crítica moderada de algunos aspectos de la realidad social del país y el interés por las nuevas ideas políticas liberales.

Dos instituciones ilustradas. La difusión de las ideas ilustradas en las islas Canarias se debió a la llegada y residencia de extranjeros, a la introducción de publicaciones procedentes de Europa, que en muchos casos estaban prohibidas, y también a los viajes que algunos canarios realizaron por el continente europeo. En Tenerife, este movimiento se plasmó en torno a la existencia de dos instituciones de enorme importancia para la vida económica, cultural y social de la isla. La primera de ellas es la Tertulia de Nava, creada por Tomás de Nava-Grimón y Porlier (1734-79), V Marqués de Villanueva del Prado. A ella acudían sus miembros para discutir de todo tipo de temas o para leer los últimos libros (algunos prohibidos) llegados de fuera de las islas. Participaron en la tertulia, entre otros, personas de tanto peso intelectual como Agustín de Betancourt y, sobre todo, Viera y Clavijo. La segunda institución a la que nos referimos no es otra que la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife, preocupada por divulgar las "ciencias útiles" y el desarrollo económico.

Como no podía ser menos, la actuación de los ilustrados también incidió en los planteamientos urbanísticos de la isla, sobre todo en la creación de alamedas para el disfrute de la población. Así, intervinieron en el trazado de la que transcurre entre la Cruz de Piedra y la ermita de San Cristóbal, la actual Avenida de Calvo Sotelo, que fue llevada a cabo en 1780 y que debía haber sido rematada con una estatua en mármol de Carlos III que no llegó a realizarse por falta de dinero.

El camino de las Peras. De la misma época es la que en su tiempo se denominó Alameda del Prado o del Tanque Grande que no es otra que el actual camino de las Peras. No sabemos la fecha exacta de su trazado pero ya en las memorias de Lope Antonio de la Guerra y Peña (1738-1823), del año 1780, se dice que "...los árboles que empiezan desde poco más allá de dicho puente (el puente del Tanque Grande) hasta la Cancela que sale azia las Mercedes", lo que hace suponer que la alameda estaba ya iniciada en ese año; además añade que se "construyó un asiento que sirve de mucha comodidad que se llamó el canapé grande", que sitúa en la Cancela; después dice que en 1781, "en la parte central se construyó un nuevo canapé con el escudo del Marqués de San Andrés". En cualquier caso en el plano de la ciudad realizado en 1779 por el marino francés Le Chevalier Isle todavía no aparece.

Se conserva el plano original en el que podemos apreciar las tres calles que todavía hoy configuran el camino de las Peras, la del centro más ancha y ligeramente sobreelevada con respecto a las laterales. Al fondo vemos el Canapé cerrando con su línea quebrada la alameda. Aparece un estanque de cuya existencia no tenemos constancia en los planos posteriores de la ciudad como el de 1814, primero en el que figura esta vía.

El Jardín de Nava. La otra obra, ésta de carácter privado, en la que vemos reflejado el espíritu ilustrado lagunero es el desaparecido Jardín de Nava. Se hallaba situado en la esquina de las calles de Tabares de Cala y Anchieta que es todavía conocida por los vecinos como calle del Jardín, en memoria de aquél. Una placa recuerda en la actualidad la existencia de este jardín en el lugar que hoy ocupa un edificio de pisos. En una fotografía aérea de 1962 se puede apreciar perfectamente su ubicación.

El Jardín de Nava en una fotografía aérea de 1962 y en el dibujo del Prebendado Pacheco.

Diseñado por Monsieur Gró, Alejandro Cioranescu en su guía de La Laguna nos dice de él: "Propiedad del sexto marqués de Villanueva del Prado, Alonso de Nava Grimón (1756-1836), éste lo había transformado en jardín a la francesa, compuesto principalmente de una serie de salones formando un pabellón que corría a lo largo de todo el fondo del jardín, con puertas de cristales que daban al mismo; de un largo estanque que ocupaba el centro del jardín con sus bordes de cantería labrada y con su fondo de ladrillos de colores; y en fin de los paseos y calles de árboles correspondientes. Todo ello graciosamente dibujado y ejecutado hacía del jardín el sitio más ameno de la ciudad...". Conocemos el diseño del jardín gracias al dibujo que nos dejó otro insigne ilustrado tinerfeño, el prebendado Pacheco.

En esos salones celebraron algunas sesiones los miembros de la Tertulia de Nava y en 1808 se reunió la Junta Suprema de Canarias en la histórica ocasión en que La Laguna estuvo a punto de convertirse en capital de España y sus colonias, pues la Junta Suprema Nacional temía que Cádiz cayera en manos francesas y planeó trasladarse a nuestra isla.


Después de la muerte del marqués, casi arruinado por haber pagado a su costa la creación y mantenimiento del Jardín Botánico del Puerto de La Cruz -otra gran obra impregnada del espíritu ilustrado-, el jardín fue dedicado a la siembra de papas por su sucesor, perdiéndose para siempre ese magnífico legado. Lo único que queda del Jardín del Marqués, como también se le conocía, son las escalinatas, que fueron trasladadas para dar acceso en la actualidad al Calvario de San Lázaro.

Estas son unas pinceladas de lo que fue La Laguna ilustrada del siglo XVIII. Ese espíritu curioso, optimista e innovador debería rebrotar en esta isla.


lunes, 20 de mayo de 2013

Guargacho: yacimiento, vertedero y pseudo-arqueología

por Melchor Padilla


Hasta hace pocos años, las personas que se acercaban al barrio de Guargacho, en el municipio de San Miguel de Abona, podían ver cerca de la carretera que conduce a Las Galletas un extraño muro de forma hexagonal. Llamaba poderosamente la atención la ausencia de puertas de acceso al interior, por lo que a la mayor parte de los que lo veían se les escapaba cuál podía ser su función. Incluso la empresa pública del Gobierno de Canarias Grafcan lo identificaba en sus mapas como un estanque. Sin embargo, detrás de esas paredes se encontraba el lugar que en tiempos ocupó uno de los más interesantes yacimientos arqueológicos prehispánicos de la isla de Tenerife, cuya denominación inicial fue la de Conjunto Ceremonial de Guargacho.

El 4 de abril de 1972, un pastor de la zona, Salvador González Alayón, se percató de la existencia en el terreno hoy murado de una serie de piedras, cuya disposición no le pareció fortuita. En los meses siguientes se llevó a cabo la excavación sistemática del yacimiento, dirigida por Luis Diego Cuscoy, en aquella época director del Museo Arqueológico de Tenerife y uno de los pilares fundamentales de los inicios de la arqueología canaria. La excavación puso de relieve la existencia de los restos de una estructura formada por un hogar hexagonal, rodeado por una serie de hoyos, a manera de círculo, que Cuscoy denominó hornillos. En el área, de unos 150 metros cuadrados, se encontraron abundantes restos de cerámica, como fragmentos de vasos y cuentas de collar, instrumentos de obsidiana (tabonas) y basalto, punzones y agujas de hueso, así como abundantes muestras de fauna terrestre y marina, en su mayor parte calcinadas. Todos estos restos se encuentran en el Museo de la Ciencia y el Hombre de Santa Cruz.

En el libro que publicó en 1979, El conjunto ceremonial de Guargacho, Cuscoy interpretó el yacimiento relacionándolo con las manifestaciones religiosas de los guanches, pues creía que allí se celebraban rituales de sacrificio de animales, lo que explicaría el abundante número de restos óseos. Sin embargo, en 1981, Rafael González Antón y Antonio Tejera, en su obra Los aborígenes canarios, dijeron creer que se trataba "de una construcción similar a las cabañas que construyen los bereberes en El Ahaggar".

Esta interpretación, que es la más plausible en nuestros días, considera que todas estas evidencias arqueológicas eran los restos de un asentamiento humano donde, según los autores del primer tomo de la Historia Cultural del Arte en Canarias, el grupo allí establecido "construyó un conjunto de viviendas, de modo que los restos de la estructura hexagonal pertenecerían al hogar de la cabaña y los hornillos a los postes de madera que le darían forma circular a la vivienda, que pudo estar cerrada con pieles o con arbustos, de forma similar a otras existentes en sociedades de parecido nivel cultural a los habitantes de Tenerife".

Desde los primeros momentos de la excavación se iniciaron las gestiones para su conservación, dada la importancia que se le atribuyó. No obstante, la desidia comenzó a actuar y ya en 1979, al concluir la citada obra, Cuscoy afirmó que "Guargacho puede considerarse ya perdido como documento muy significativo para el conocimiento del pasado prehispánico de Tenerife". Muchas voces se alzaron desde entonces para tratar de recuperarlo, pero en vano. Desaparecidas las piedras que lo conformaban, convertido en un vertedero de basuras, dejo de tener algún significado para el estudio de nuestra prehistoria. Encerrados en el muro hexagonal ya no quedaron más que algunos restos de palés de madera y otros desperdicios.

En 2010 se iniciaron los trabajos de ‘reconstrucción’ del conjunto desaparecido. El proyecto, de un coste más de 125 mil euros, fue financiado dentro del conocido como Plan E (Fondo Estatal para el Empleo y Sostenibilidad) de 2010 e intentaba reproducir cómo pudo haber estado configurado el yacimiento arqueológico en el pasado. Dicho de otra manera se hizo una recreación de lo que había sido en su momento pero que desde hacía años no existía. Se incluyó, asimismo, un recinto con paneles informativos, videos y demás elementos encontrados en el yacimiento. Inaugurado en 2011, se pretendía que sirviera para el desarrollo turístico de la zona pero la realidad es muy distinta.

En días pasados nos desplazamos hasta este barrio de San Miguel de Abona con la intención de visitar el centro y obtener fotografías actuales del mismo para ilustrar este artículo. Allí pudimos comprobar que el recinto se encuentra cerrado. Con el fin de obtener más información nos dirigimos al próximo Centro Cultural del barrio donde nos informaron no sólo que estaba cerrado por falta de personal sino que, desde el día de la inauguración, nunca había abierto sus puertas.


Estamos, pues, ante una recreación de lo que fue y nunca volverá a ser con fines de atracción turística y de dudoso interés didáctico o cultural, un episodio más de lo que, en palabras de J. Miranda y R. Naranjo, se ha llamado "la Disneylandización de la pseudo-arqueología", de lo que los denominados parques temáticos de las Pirámides de Güimar, en Tenerife, o el grotesco Mundo Aborigen, en el sur grancanario, constituyen el mejor ejemplo.

El yacimiento de Guargacho se ha perdido para siempre, pero debería ser obligación de las instituciones tratar de salvar los restos arqueológicos que todavía se encuentran entre nosotros. Aunque parece que no aprendemos, como indica lo sucedido con los grabados del barranco del Muerto en la zona de Añaza, en Santa Cruz de Tenerife.

lunes, 13 de mayo de 2013

Las antiguas casas pajizas de Tenerife

por Melchor Padilla


Si recorremos la zona de medianías del Valle de La Orotava, en el entorno de los barrios de La Florida y Pinolere notaremos la existencia de una serie de construcciones que tienen como característica peculiar que su cubierta está compuesta por materia vegetal. Son las casas pajizas, pajeros o pajales, que fueron las primeras casas de la isla tras la conquista y que, no sólo en los campos sino también en los pueblos y ciudades de Tenerife, ofrecieron desde sus inicios un paisaje de paredes de piedra y techumbres de paja.

Sirvieron para acoger a los grupos menos favorecidos de la sociedad insular de aquellos tiempos y prueba de su importante presencia en nuestro paisaje es que, en una fecha tan temprana como el 12 de febrero de 1512, el Cabildo insular, tras deliberar sobre "los inconvenientes y daños por ser las casas cubiertas con paja, que son que los que viven en ellas pueden peligrar de muerte, como a acaescido, quemándose las dichas casas e prenderse en una e quemarse otras muchas que son comarcanas e demás desto son muy costosas en madera y paja y latas y todo se pierde y no aprovecha" acuerda que "ninguno sea usado de hacer casas cubiertas de paja". En los siglos sucesivos se generalizaron como viviendas de los campesinos no sólo en Tenerife sino también en La Palma o en El Hierro. En esta última isla son de destacar los conjuntos del Pozo de las Calcosas o del Poblado de Guinea.

Básicamente un pajal es una construcción de muros de piedra seca de planta rectangular sobre la que se eleva una estructura de madera cubierta de paja de centeno, trigo o, en ocasiones, de ramas de árboles. Todos estos materiales provienen del entorno inmediato, que es la zona de medianías de la vertiente de barlovento de la isla. La piedra se utilizaba sin apenas tratamiento, aunque a veces podía añadirse la mampostería de barro para reforzarla. En su interior estas paredes se enlucían con mortero y se pintaban.

La madera, obtenida en los próximos bosques de monteverde, podía ser de castañero para la solera -base del armazón que descansaba sobre el muro- o de árboles de especies de la laurisilva como aceviño, follao, brezo o haya que, según su grosor, se utilizaban para los hibrones –palos en paralelo que iban desde la solera a la traviesa superior de toda la estructura: la cumbrera. Una vez finalizado este armazón se procedía al enlatado, palos finos que se disponían en paralelo a la solera cada veinticinco centímetros y que se sujetaban a los hibrones con clavos. Por último, se procedía a tapar la cubierta con paja, para lo que se prefería la de centeno, pues es más larga y con más caña, lo que aislaba mejor el interior del pajal creando una temperatura regular todo el año. Además, se pudría más difícilmente. Para tapar se iban disponiendo los manojos de paja empezando desde la solera y cosiéndolos al enlatado con verga (alambre). Se finalizaba en la cumbrera, tarea delicada, pues de su perfecto acabado dependía la impermeabilización de la cubierta.

A partir de mediados del siglo XX, con la generalización de los nuevos materiales de construcción, se comenzó a producir el progresivo abandono en la construcción de casas pajizas, que se vieron sustituidas en las zonas de medianías por viviendas de bloques y cemento. Como afirma el profesor Fernando Sabaté “El avance del hormigón armado trae de la mano la definitiva y casi total desaparición de los oficios artesanos de la construcción. (…) A la vez que esto ocurre, en los lugares más aislados del Archipiélago se extinguen para siempre los últimos vestigios de una arquitectura vernácula estrechamente vinculada al lugar, a cada lugar".

No fue hasta los años noventa cuando, por iniciativa de la Asociación Cultural Pinolere, se comienza con la inmensa tarea de catalogación de los pajales existentes en el valle de La Orotava, al tiempo que se inicia la tarea de reconstrucción y rehabilitación de algunos de ellos. Se identificaron trescientas casas de cubierta vegetal en la zona y se ha seguido a los largo de los últimos años con esta tarea de conservación patrimonial. Entre las actuaciones llevadas a cabo hay que destacar la puesta en marcha de un interesante museo etnográfico en Pinolere, en el que se recrean la historia y las costumbres de esta zona de medianías del norte de Tenerife y donde podemos visitar tres pajeros restaurados.

La asociación ha impulsado, asimismo, programas de investigación, de concienciación ciudadana y de conservación que tienen como fin la recuperación de este bien cultural canario. Asimismo le han dado una enorme importancia a la formación de jóvenes en los oficios relacionados con la construcción de pajeros, pues es la garantía de que no se van a perder esos saberes populares.

Hay que destacar que esta asociación  lleva solicitando sin éxito desde 2002 que se promueva el expediente para que se otorgue la declaración de Bien de Interés Cultural tanto a los pajares del Valle de La Orotava como al oficio de tapador, con el fin de evitar la desaparición de estas construcciones que todavía salpican nuestro paisaje.

lunes, 6 de mayo de 2013

Cristo de La Laguna. ¿cuál es tu color verdadero?

por Álvaro Santana Acuña

Hace ahora poco más de un año se produjo un intenso debate en la sociedad tinerfeña acerca de la, por entonces reciente, restauración de la imagen del Cristo de La Laguna. Este artículo fue la aportación a ese debate que publicó el profesor Álvaro Santana Acuña en el digital Lo que pasa en Tenerife y otros medios. Se pueden leer los artículos de este mismo autor en su blog Observatorio del Patrimonio.


Poco tiempo después del final de la conquista castellana de Canarias, cuando aún algunos guanches vivían en apartadas cumbres y hondonadas, la escultura de un Cristo crucificado fue desembarcada en Tenerife. Ni el carretero que debió subirla hasta La Laguna por los caminos polvorientos de una nueva civilización ni los primeros monjes franciscanos que se arrodillaron ante ella podían sospechar que ese crucificado iba a convertirse en una de las mayores devociones religiosas del archipiélago. Al contrario, para ellos, su llegada tuvo poco de extraordinario. Ni siquiera un cronista se molestó en relatar su venida a La Laguna, que era entonces un poblado de casas de barro y paja arracimadas junto a una laguna de aguas poco profundas.

Si el carretero y los monjes pudiesen viajar en el tiempo hasta el año 2012 no reconocerían el poblado. Sus casas de barro y paja desaparecieron y la laguna se secó. Y si hubiesen visto al Cristo de La Laguna antes de su reciente restauración no lo habrían reconocido, al haberse oscurecido por el paso del tiempo y las manos de muchos hombres. Incluso es posible que hasta se hubiesen asustado al verlo tan ennegrecido. ¿Por qué?

En el siglo XVI, cuando la imagen del Cristo llegó a La Laguna, el color moreno se consideraba popularmente como propio de la piel de los “moros”, es decir, los enemigos de los reinos cristianos de la Península Ibérica, mientras que el color negro se consideraba “infausto”, es decir, triste y desgraciado. De hecho, el rey mago Baltasar durante gran parte de la historia del arte no fue representado como un hombre negro, sino blanco. Un siglo más tarde, en 1611, Sebastián de Covarrubias incluyó el significado impopular de ambos colores en el primer diccionario general del español.

Por tanto, ¿cómo es posible que el escultor del Cristo de La Laguna decidiese policromar su cuerpo de moreno y su cara de negro? Pero sobre todo, ¿cómo es posible que las laguneras y los laguneros del siglo XVI pudiesen venerar a un Cristo con unos colores tan impopulares? La respuesta es bien sencilla: en sus orígenes el Cristo no era ni moreno ni mucho menos negro.

Recientemente, la ciencia confirmó lo que aquellos hombres y mujeres vieron con sus propios ojos. En 2009, dos expertos canarios, la historiadora del arte Margarita Rodríguez y el restaurador Pablo Amador, publicaron en la revista mexicana Encrucijada un clarividente informe basado en estudios físicos y químicos de la policromía del Cristo realizados en 1999. Rodríguez y Amador concluyeron que en sus orígenes la escultura tenía “una apariencia parda clara”. Es decir, el color recuperado con la restauración.

O dicho de otro modo, un color próximo al descrito en 1612 por fray Luis de Quirós en su libro Milagros del Santísimo Cristo de La Laguna. Quirós escribió que su “color es algo moreno, como de cuerpo muerto”. En este punto resulta de gran importancia entender que no escribió “moreno” a secas, sino que usó el adverbio “algo” para modificar el adjetivo “moreno”. Quirós pudo haber escrito “su color es totalmente moreno” pero no lo hizo. ¿Por qué?

La clave está en la segunda parte de la frase: “como de cuerpo muerto”. Para que el lector del año 1612 pudiese entender a qué clase de moreno se refería, Quirós comparó el “algo moreno” con el color de un “cuerpo muerto”. ¿Con qué objetivo? Para evitar cualquier confusión con la piel morena del “moro” o el “infausto” negro. Quirós quiso clarificar que se refería a un Cristo pardusco y macilento, o sea, al color realista de un cuerpo muerto expuesto al sol. Y para dejarlo aún más claro añadió que el barniz del Cristo es “tan propio y fuerte, que parece carne humana”. Ese color de carne humana muerta expuesta al sol descrito por Quirós coincide con el pardo claro del informe Rodríguez-Amador y el obtenido tras la restauración.

Además del color original, cabe celebrar que la restauración haya recuperado otros detalles casi invisibles de la escultura, como las tetillas, la oreja izquierda y los dientes superiores.
En resumen, la restauración del IRPA nos ha devuelto el que debió ser el aspecto aproximado del Cristo en el siglo XVI al salir de algún taller ubicado en los Países Bajos meridionales.

Ahora bien, una cuestión distinta es si la ciudadanía fue informada correctamente sobre el cambio de color que la restauración provocaría. No. Por desgracia, la desinformación fue la norma. Distintos responsables aseguraron erróneamente ante los medios de comunicación que la restauración no alteraría el color del Cristo. La ciudadanía tiene derecho a expresar su malestar y exigir responsabilidades, así como pedir la difusión pública del informe final del equipo de restauradores.

Algunos ciudadanos solicitan incluso que se devuelva al Cristo su color “devocional”, mezcla de moreno y negro. Es una reivindicación legítima que da pie a una pregunta interesante: ¿preferimos una escultura con un color cercano al original, tal y como la vieron los hombres y las mujeres del siglo XVI, o una cuyo color “devocional” transmite el paso de quinientos años de historia? No es una pregunta fácil de responder y ambas opciones tienen parte de razón.

Quizás deberíamos recordar que a quienes iniciaron el culto al Cristo lagunero en el siglo XVI les hubiese sobrecogido verlo tan ennegrecido después de cinco siglos. Ellos veneraban a la imagen pardusca y macilenta de un Cristo que murió en la cruz para salvarlos.

Álvaro Santana Acuña
Historiador y sociólogo
Universidad de Harvard
Correo electrónico: asantana@fas.harvard.edu